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“La profesionalidad de los anónimos”: la tribuna de Carlos Matallanas

Si en España se juega tan bien al fútbol, también es por el alto nivel que tiene el fútbol amateur de categoría nacional. La Tercera división masculina, con sus 18 grupos de 20 equipos, supone una gran rareza respecto a la organización de categorías de otras potencias como Alemania, Inglaterra o Italia. Como principal consecuencia, aquí tenemos cientos de clubes en la cuarta categoría nacional, lo que supone un número muy amplio de jugadores que, sin ser profesional, ostenta un nivel y demuestra una dedicación que le podría hacer profesional de primer nivel en el 90% de países del Planeta Fútbol. Como así consiguen los trotamundos que en los últimos años se han ido a Filipinas, Malta, Chipre o hasta Kazajstán y Nueva Zelanda, por ejemplo.

Las aproximadamente 2.500 fichas profesionales que tenemos en nuestro país corresponden a los jugadores de Primera y Segunda, más la mayoría de los futbolistas de los 80 clubes de Segunda B, aunque esta última no sea considerada oficialmente profesional. Pero a las puertas de ese panorama profesional, hay miles de jugadores apelotonados en el mismo nivel de juego. Además, la línea no está diferenciada, y suele ser habitual que equipos de capitales de provincia, con grandes estructuras deportivas, muchos aficionados e incluso con historia en Primera, compitan en Segunda B o Tercera contra clubes de barrio o de poblaciones muy pequeñas, donde los sueldos no dan para vivir exclusivamente del fútbol.

En Inglaterra o Alemania hay cuatro categorías profesionales, más una quinta muy potente, aunque oficialmente amateur, que equivaldría a nuestra Segunda B en ese aspecto. Pero la diferencia es que las cuatro primeras son de grupo único, así que aproximadamente los clubes profesionales rondan el centenar, cifra muy similar a la que tenemos en España. Italia tiene una estructura muy parecida también, con tres categorías profesionales oficiales, pero la tercera de ellas con tres grupos.

Más allá de esto, es la enorme Tercera división la que nos otorga una enorme ventaja de nivel respecto a los otros países en ese escalón inmediatamente inferior al profesionalismo. Este gran ejército de anónimos futbolistas tienen una dedicación y compromiso con el deporte no tan alejado a los de categoría superior. Por ello, y porque reciben también una contraprestación económica según su caché, son llamados comúnmente futbolistas semiprofesionales, para diferenciarlos de los netamente amateurs, los de los cientos de ligas regionales federadas que hay por todo el país.

El día a día de los ‘tercerolas’, como se les conoce entre el cariño y la burla dentro del mundillo, no es sencillo. Algunos jóvenes lo son fugazmente. Nada más salir de juveniles pasan una o dos temporadas en la categoría para despuntar y conseguir un contrato profesional en categoría superior. Otras jóvenes promesas, muchas más, no logran hacerse hueco en Tercera y nutren las divisiones más altas de regional, aunque es habitual que demasiados acaben dejando el fútbol federado más pronto que tarde.

Luego están aquellos que conforman el núcleo de ese nivel semiprofesional, que hacen carrera larga hasta que les da el físico o se acaban las ganas de seguir, compaginando el deporte con el resto de obligaciones de cualquiera. Muchos estudian y luego pasan a trabajar de lo suyo o de lo que puedan. Otros directamente trabajan de lo que encuentran, es decir, como cualquier veinteañero. Pero siempre teniendo en cuenta el entrenamiento diario, que en estos equipos es por la tarde precisamente por eso, ya sea en Tercera o Segunda B.

Justo antes de la crisis, a comienzos de la década pasada, el fútbol de este nivel vivió una gran burbuja, paralela a la inmobiliaria, precisamente de donde salían gran parte de los presupuestos de los equipos. Ahí hubo verdaderos sueldos que permitían a muchos ‘tercerolas’ vivir del fútbol. Eso sí, sin contrato profesional ni cotizaciones ni control de Hacienda. Todo amparado en que la contraprestación que pagan los clubes al jugador cubre simplemente gastos de desplazamiento, material, etcétera. Así se recoge en los contratos privados que muchos equipos firman con estos futbolistas.

La contradicción vino cuando, tras aparecer la dura crisis económica, gran cantidad de los presupuestos no se cumplieron. Las plantillas no profesionales denunciaron los impagos ante el juzgado de lo social, ayudados con pasión y mucho cariño por AFE, que es importante destacarlo. Todos los juicios que se han ganado, la inmensa mayoría, se basan en un paralelismo entre la actividad del jugador con la de cualquier otro trabajador de cualquier ámbito.

Incluso, apoyado en ello, cuando desaparece un club o se acredita su insolvencia, los futbolistas denunciantes acaban cobrando las deudas del Fondo de Garantía Salarial del Estado (FOGASA). En otras ocasiones, al club no solo se le obliga a pagar los retrasos, sino también la cotización a la Seguridad Social correspondiente al tiempo que el jugador estuvo en ese equipo. Como cualquier trabajador con un contrato a tiempo parcial.

En esta controversia, con poca seguridad, muchas trampas e injusticias por parte de algunos clubes y siendo el futbolista el eslabón más débil, se desarrolla la rutina del fútbol semiprofesional en España. Cuando yo enfermé gravemente y tuve que dejar mis dos labores principales, el fútbol y el periodismo, pedí la baja permanente y la correspondiente pensión. Tuve suerte porque por sólo unos pocos meses superé el mínimo de años que había que tener cotizados para tener derecho a una pensión. Todo basado exclusivamente en mi trabajo como periodista, el único oficial. Me dio por pensar que sería mucho más justo que la docena larga de años en los que dediqué al fútbol dos horas al día, cinco días a la semana, durante más de diez meses al año, constara oficialmente en ese cómputo de vida laboral. Porque a cambio de ese compromiso recibí un dinero, ya fuera un pequeño suplemento cuando empezaba o una cantidad superior a mi sueldo como periodista en mis mejores temporadas en Tercera.

Evidentemente no estoy pidiendo la profesionalización de toda la Tercera más parte de las máximas categorías regionales (donde también se gana una cantidad superior a los gastos y según el caché que tenga el futbolista), pero sí que las autoridades encuentren una fórmula intermedia. Que se cotice algo por lo que, en definitiva, es una dedicación a tiempo parcial con contraprestación económica. También que, gracias a esa fórmula legal, haya un control mayor de las cuentas de estos clubes, evitando los impagos unilaterales o las liquidaciones injustas, demasiado habituales en acuerdos verbales. Y que todo ese esfuerzo y dedicación de cada uno de los jugadores no sea opaco para los organismos oficiales.

Inglaterra o Alemania también son ejemplo en ese control del dinero del fútbol más modesto. Sé, por experiencia, que lo que aquí propongo no es sencillo, porque para empezar tienen que cambiar el chip algunos de los protagonistas, acostumbrados a manejar dinero de procedencia poco clara. Pero aparte de evitar que te dejen de pagar mientras estás lesionado, como me ha ocurrido, por ejemplo, una nueva regulación que esclarezca el fútbol semiprofesional sería un avance en beneficio de todas las partes. Incluso fortalecería el nivel del juego y es de prever que subirían los sueldos a la larga.

Por supuesto que esta fórmula sería extensible e igual de eficiente en muchos otros deportes que, incluso algunos siendo olímpicos, tienen un apoyo social inferior al fútbol de Tercera y sus deportistas se encuentran en un limbo semiprofesional parecido con sueldos similares. Sin olvidar a nuestras compañeras del fútbol femenino.

Tribuna publicada en la revista de la asociación ‘O11CE METROS’.

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